La textura de la lluvia era tosca, cada gota
pesada y caía libre en su frente. Desde la ventana se perdían las formas en la
tarde taciturna y desolada, su perspectiva la encadenaba. Y nació
encadenada a la temprana tristeza, tal vez a la angustia.
¿Quién sabrá de sus realidades? ¿Quién sabrá de
sus fantasías?
Poco a poco se trituraban los pensamientos,
se evaporaban en dulces aromas de tabaco y
trigo.
Como taladro en el teatro,
la razón se apoderaba,
los recuerdos mutaban,
tal vez hasta quemaban,
todo se bloqueaba,
inclusive su mirada se acababa.
Estaba claro, moría lentamente. Cada vez que recordaba los largos paseos por el campo una lagrima visitaba su rostro, ocasionalmente reía mientras el agua caía. Le gustaba mojarse, le gustaba verse reflejada en el viento.
Pero el invierno había llegado, tan rápido como el viento en el que se reflejaban sus tardes de verano. ¿cómo sentirse vivo? si en ese invierno todo se marchitaba, el lenguaje no expresaba
la materia que tocaba. Se sentía poco humana, sentía que su cordura se agotaba.
Ya no tocaba su cabello, que de niña era un lacio café
almendra, pero se desnutrió a un barniz añejo. Se le veía pálida y con la piel
en huesos. Los 18 de cada mes se sentaba en la mecedora del corredor y
tarareaba al vacío las canciones que su abuelo le había enseñado. Sabía
por instinto que ya no era ella, sabía que el ser antropomorfo volvería en su interior.
Aunque coherente de lo que pasaba, su respiración aún no terminaba. Como energía del universo, atando la vida con la muerte y a un paso de
ambas. La tangente carmesí de sus venas pedían cicatrices, pedían justicia, pedían su libertad.