Liberado del amanecer.
Abstraído al frente de la ventana, oyendo ciego los pequeños latidos del
trueno, que se hacen luz en repentinos momentos, me di cuenta que caminaba
sobre los anillos de Saturno. Irónicamente no andaba un anillo que me
inmunizará de la tristeza. Vi que hace poco había hecho un manual con
instrucciones para volar. Y que desde un tiempo aún más atrás había hecho un
texto narrando las ganas por lanzarse al vacío, tal vez no en conjunto, pero sí
con la necesidad y adicción inevitable de sentir la adrenalina que el viento golpea. A
todo esto, me dijiste ayer que camináramos por el borde del precipicio, me
asomé por la curiosidad de saber que tan profundo es. Vos me decís que cuidado
porque puedo tropezar en el camino. Las muy sinceras ganas no me faltan para
decirte que caer es libertad absoluta, si es que existió un Telgopor y si es
que hay libertad absoluta, podré lanzarme al vacío por un tropiezo intencional.
No me preocupa, ni el impacto, ni que al caer me quiebre en mil pedazos. Me inquieta
la idea de quedar con esas ganas de respirar bajo el agua y nada más
difuminarse como gota de tinta en la inmensidad del mar. Al fin y al cabo llevamos
agua en el alma. Y es que el agua es fría, sana y serena. Durante ese trayecto cósmico de Saturno a Júpiter, esquive el súper revólver láser que marcaba el corazón. Caí fuera de orbita, allá en lo cristalino de las lunas. Queriendo caer al vacío, esperando que
haya agua en el fondo, deseando envolverme en la coraza de amonita,
queriendo reventar las burbujas de sal. Pensando que tal vez vos desde lo
arriba de la montaña te tires por locura, pero sabiendo que no será así. Porque
arriba hay una mejor vista, ojalá vos estés completa allí. Yo ya aprendí a
volar, estoy siendo feliz en la alegoría al viento. Me calma la idea de que
antes de caer logré salpicarte los pies. Tal vez algún día hagas un hueco en el
mar y podamos ser los suicidas que bailan en el cielo.
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